Mis
nervios desafinan con la misma frecuencia que mis primas. Si por casualidad,
cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince
minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto
de hora, sin embargo, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos, de
arrojarme a algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de un espinillo.
Mi
digestión inventa una cantidad de crustáceos, que se entretienen en perforarme
el intestino. Desde la infancia, necesito que me desabrochen los tiradores,
antes de sentarme en alguna parte, y es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin
encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha.
Todavía,
cuando llovizna, me duele la pierna que me amputaron hace tres años. Mi riñón
derecho es un maní. Mi riñón izquierdo se encuentra en el museo de la Facultad
de Medicina. Soy poliglota y tartamudo. He perdido, a la lotería, hasta las
uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que
me había casado con una cacatúa.
Las
márgenes de los libros no son capaces de encauzar mi aburrimiento y mi dolor.
Hasta las ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi
cerebro. Me repugna el bostezo de las camas deshechas, no siento ninguna
propensión por empollarle los senos a las mujeres y me enferma que los
boticarios se equivoquen con tan poca frecuencia en los preparados de
estricnina.
En
estas condiciones, creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de
dinamita y encender, con toda tranquilidad, un cigarrillo.
Oliverio
Girondo. Espantapájaros, 1932.