(…) Y el sujeto que cuenta su vida por escrito se encuentra por demás
convencido de que su imagen es digna de un interés privilegiado, es
decir, se la cree.
Aceptemos en primera instancia que la autobiografía tal y como hoy la
conocemos nunca ha tenido una temporada favorable durante la Antigüedad
Clásica, puesto que en aquel entonces los hombres no solían creérsela.
La libertad individual no existía, y todas las complejidades de la vida pasaban
por pertenecer a un linaje o a una sociedad determinada que había que hacer
quedar bien.
Cuando la Edad Media hace por fin su gracia, se piensa que podemos ser medianamente dueños de nuestro destino, aunque, claro, si nos portamos mal se nos castiga.
¿Para qué sirve yo?
Existencia pública versus existencia privada. Esto resulta medianamente
admisible cuando la gente empieza de un momento a otro a darse cuenta de que ni
los oráculos, ni los dioses, ni los horóscopos chinos son responsables de
nuestra propia existencia, sino nosotros mismos. Cada uno es poseedor de su
suerte. Nadie nos castiga. O sí. Pero de última nos bancamos el castigo y
listo. O no elegimos creer en él. O el hombre se equivoca porque para eso ha
nacido.
Esto dice muy convincentemente la fotocopia, y también agrega que el
autobiógrafo es absolutamente consciente de todas estas cosas, y que, por ello,
reúne ciertos elementos de su vida que reconstruyen su identidad a través del
tiempo y, quién sabe, hasta puede “justificar” algunos de sus actos.
¿Justificarlos ante quién? No lo aclara. La fotocopia peca de escueta.
Claro que el lector de la fotocopia puede reinterpretar el contenido de la
misma a su antojo.
Se puede escribir, por ejemplo, un relato autobiográfico, y hacerles creer
a todos que, sólo por el simple y banal hecho de leerlo, ya conocen
al autor espléndidamente bien, aunque en realidad desconozcan por
completo que su verdadera intención es mentirles abiertamente en la cara.
Tendrá lugar así lo que se suele llamar “psiquis lectora”, de manera que a
su Yo autobiográfico le gustará ser por antonomasia un Yo mitad
ficticio / mitad real, o será, en realidad, un él disfrazado
de Yo, un ella fingiendo un él, o
todas las personas gramaticales juntas, o viceversa, o usted mismo leyendo la
vida de otro en primera del singular.
De esta manera, su propio nombre pasará a ser al mismo tiempo el nombre del
autor, un pseudónimo inventado por sus padres al nacer para poder dirigirle la
palabra en un futuro, el nombre del personaje del relato que acaba de escribir
y el del narrador autobiográfico mismo, porque para ponerse a pensar otro alias
para la tapa del libro la verdad que no le van a quedar muchas ganas que
digamos.
Resulta natural entonces que bajo estas circunstancias le parezca a usted
mejor buscar ayuda profesional y leer las fotocopias.
Hacer fotocopias es un delito penado por la ley 11.723.
Apuntes sobre autobiografía (inédito, 2010)