Les
comparto una reseña bellísima que el escritor y periodista venezolano Alberto
Hernández escribió sobre mi Límbica (El Taller Blanco, 2020).
Qué
lindo es saber que lo que alguna vez escribimos, quizás en un momento de
angustia o de incomodidad o de agotamiento, ahora anda por el mundo causando
cosas, haciendo que sea digno de reseñar o de comentar con otrxs. Agradezco
esto infinitamente. Y gracias también siempre a ustedes por leer, por acompañarme
de esta tan maravillosa manera.
RESEÑA
DE LÍMBICA (EL TALLER BLANCO, 2020), DE VANESA ALMADA
NOGUERÓN, POR ALBERTO HERNÁNDEZ*
I
En
un sitio donde la exactitud prescribe el Alfa y el Omega, en ese lugar, están
las emociones. Es la zona donde se imbrican las tentaciones, el orden o el
desorden, el sí o el no, pero más éste último, encajado en las maniobras que
son capaces de resolver el sentido de las palabras, el curso de los ríos
subterráneos, o la sensación de estar vivos. El sí, por su parte, se afirma él
mismo, se disuelve en su seguridad, en su propio mundo resaltado de símbolos
donde la «verdad» tiene sus límites.
Esa
parte del cerebro donde anidan las emociones es también lugar para las palabras
que conmueven o silencian el mundo. Es el espacio para la preparación de la
sintaxis de los sentidos: la conjuración de todo lo que está y no está.
Límbica es
el libro de poesía de Vanesa Almada Noguerón, publicado por El Taller Blanco
Ediciones, en la Colección Voz Aislada, en Cali / Colombia, el pasado octubre
de 2020. Textos que resultaron finalistas en el VII Premio Internacional de
Poesía Paralelo Cero en Ecuador, ese mismo año.
Decimos
de un libro que se recoge desde una «verdad» que se niega, desde «toda la
euforia» de unos versos muy bien logrados y que arriban a una poesía que se
destaca por su densidad, brillo e inteligencia. Es un libro límbico,
emocionante y emocionado. Pero también la palabra «límbico» podría aludir a
aquella que Dante recoge desde su catolicismo épico: el Limbo, la región donde
se limpian los pecados, el sitio por donde pasan los que habrán de llegar al
paraíso, la utopía que destaca ese no vibrante del no creyente.
Y, aunque no tenga nada que ver con este libro, el sitio del viaje hacia el
lugar predestinado previene de algún olvido: Límbica es la
¿verdad?, es la poesía, es también el final de todo y, como el inicio, podría
revelarse negado.
II
Victoria
de Stefano, en su Poesía y Modernidad, Baudelaire (1984),
destaca que «el arte no puede renunciar a la desrealización de su entorno, a
pesar de todo su realismo, pero tampoco puede prescindir del elemento sensible
que se expresa en el lenguaje sensible de las cosas sensibles y que se modela a
partir de las cosas mismas.»
La
palabra «sensible», subrayada, por ser de los sentidos, por estar en ellos y
ser ellos los canales: las emociones tienen en lo sensible el espacio para
equilibrar tanto los significados como lo que reflejan. En tal sentido, la
poesía es una sensación, una sensibilidad que desemboca en los sentidos,
anclados en las emociones, en el lugar límbico, que es su punto de origen. No
hay extravío, no hay limbo para resarcir las heridas o borrar las palabras
proferidas. La poesía, como toda teoría, es una práctica emocional, cerebral,
destinada al espíritu. No habrá espacio que la quebrante. La intermediación de
un limbo avisa de su ubicación entre la realidad y los ensueños.
III
La
voz de la poeta se desliza por estas líneas: «dan ganas de un poema encontrado
en la ranura nunca antes vista / de tu biblioteca», y, así, entre la papelería
que tapiza las paredes, «todo lo que existe», proviene de allí, de esas voces
ocultas, límbicas, que se asumen verdad o realidad,
entreveros, «mientras rotás las páginas / la deformidad del libro se va
emancipando», degradando «la forma no geométrica», hasta dar con el sabor que
la lengua anda buscando, con la mirada que el ojo ha imaginado, con el sonido
que el oído ha captado: la poesía como abordaje es todos los sentidos.
Viaje-lectura
por esa biblioteca que muestra parte del universo. Viaje porque la poesía
permite asirse de todos los tiempos verbales y vagar por sus distintos
paisajes. Esa forma geométrica avisada en el poema permite decir que: «estamos
pensando en cortarle los brazos a las estatuas / aunque no seamos griegos»,
toda la libertad para expresar las imágenes que vengan, desde donde vengan
tendrán cabida en referentes culturales.
De
allí que «escribir es desprotegerse», quitarse las máscaras, los atavíos y
avíos del viaje, los pesos de la falsa conciencia, el peso de la historia, y
descargar toda la fuerza de las palabras en la imaginación.
«Es
una broma. / No sé cómo se puede escribir sin usar por lo menos uno de tus
siete apocalipsis»: siete es el número cabalístico y he allí, sin protección,
los apocalipsis, el último libro del Gran Libro, por donde circulan los miedos
y el misterio del fin, según esas palabras antiguamente escritas.
La
voz de esta poesía duda, pregunta sin dejar respuesta: «No sé adónde me habré
ido / pero es cierto que no estoy». Y sostiene la siempre presencia del que nos
mira desde la perspectiva del reflejo: la otredad, la alteridad, el que nos
vigila, el espejo y lo otro, oculto o a la intemperie del espíritu, tan ajeno
como propio.
IV
El
tiempo juega a favor o en contra. Se ajusta a los rigores de su propia
anatomía. El tiempo tiene cuerpo visible en el cuerpo físico, en el comienzo y
en el final. El alfa y el omega. En el «presente perfecto»: «somos / fuimos»,
hemos sido. Y habrá que buscar su futuro: seremos en alguna
ranura de esa biblioteca, en las palabras extraviadas, coherentes con el
laberinto, con la pérdida, con la sonoridad interior, la cerebral y la de los
vientos.
De
allí que la voz poética diga: «espectar es el único verbo imaginario que nunca
miente». La espera, la construcción de lo que habrá de venir, de lo que es y ha
sido, o de lo que no es: la poesía no prestigia seguridad alguna. Siempre será
una duda.
V
El
ingenioso Julio Cortázar entra en este juego. La poeta visita «Continuidad de
los parques» y de su boca sale: «¿para qué el libro que habla de finales?». Un
poema nunca termina, un libro tampoco. Siempre habrá una palabra que designe la
continuación de ese viaje por el parque de las páginas. La pregunta queda
enlazada con el Omega, que tendrá su Alfa una vez que el comienzo sirva para
darle cuerpo al infinito. Como en los sueños.
VI
Límbica es
un libro que versa y conversa con él mismo, que dialoga con quien busca en su
interior el lugar más cercano a los motivos que hacen posible el tiempo, ese
misterio que se mueve en todos y fabrica ilusiones. Y también dudas: los
«verbos imaginarios» de la espera.
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*Alberto
Hernández (Venezuela, 1952). Poeta, narrador y periodista. Premio IPASME
(Caracas, 1989). Realizó estudios de postgrado en Literatura Latinoamericana en
la Universidad Simón Bolívar. Fundador de la Revista Literaria Umbra.
Colabora en diferentes revistas y periódicos nacionales y extranjeros. Ha
publicado La mofa del musgo (1980), Última instancia (1985), Ojos
de afuera (1989), Bestias de superficie (1998), El
poema de la ciudad (2003) y Puertas de Galina (2010),
entre otros libros de poesía, cuento y ensayo.