Para
los surrealistas, el interés por lo vital se convierte en una verdadera
reacción de defensa contra las formas de vida modernas, deshumanizadas,
dominadas por las exigencias de la técnica y por una estructura social que
tiende a anular todo lo auténticamente humano. Defienden una concepción sagrada
de la vida, en oposición a la sordidez en que está sumida la existencia del
hombre actual. Oponen la libertad del mundo anímico vital (término más
explícito que el de «irracional») a los esquemas rígidos, estandarizados de la
razón. Emprenden su lucha contra una moral absurda, producto de una religión
petrificada en dogmas, que tiende a desvalorizar al hombre y lo que hay en él
de específicamente humano, en nombre de mitos extrahumanos; de ahí el interés
que demostraron muchos de ellos por las religiones orientales, de esencia
antropocéntrica, tales como el budismo (especialmente en su corriente más
vital: el zen), en oposición a las religiones teocéntricas occidentales, y
también por las concepciones ocultistas que aceptan un sentido mágico en las
relaciones entre el hombre y el cosmos.
La
importancia acordada a la imaginación, al mundo fantástico y al de los sueños,
pudo hacer creer que el Surrealismo significaba un modo de evadirse de la vida.
Todo lo contrario: el Surrealismo constituye una voluntad de penetración en la
vida, de confundirse con ella, de explorar todas sus posibilidades y liberar
todas sus potencias. (…)
El
Surrealismo es una mística de la revuelta. Revuelta del artista contra la
sociedad convencional, su estructura fosilizada y su falso sistema de valores;
revuelta contra la condición humana, mezquina y sórdida. El artista resulta así
el paladín del hombre en su ardiente protesta contra el mundo; la protesta del
hombre sometido a coerciones como el orden natural. El Surrealismo aparece como
una sistematización del inconformismo.
Lo
que se denomina «espíritu burgués», con todas sus normas y principios
inamovibles, es el blanco predilecto de los surrealistas. (…) Esta actitud del
Surrealismo, esta crítica agresiva y despiadada a las normas vigentes, tiende a
producir una profunda alteración en la escala de valores, tanto en lo ético
como en lo cultural, y no hay duda de que ha influido en la actitud del hombre
de hoy, en la medida en que los hombres de cualquier época sufren la influencia
de la visión del mundo que ofrecen sus artistas. (…)
Lo
maravilloso no constituye una negación de la realidad sino la afirmación de la
amplitud de lo real, que abarca el mundo visible (aquel que tiene acceso a nuestros
sentidos) y el mundo invisible. La poesía sumerge al hombre en ese mundo total
– visible e invisible – al cual alude lo maravilloso. Pero la fuente primera de
lo maravilloso es la vida misma, y la poesía es, ante todo, expresión de ese
asombro de vivir. (…) Pero la poesía tiene todavía una función muy importante
que no han descuidado los surrealistas: al descubrir al hombre lo recóndito de
su espíritu, al intentar objetivarlo mediante el lenguaje, la poesía no sólo se
convierte en mecanismo de liberación sino que resulta método de conocimiento.
Como fuente de conocimiento, la poesía se basa en la creencia de que los
poderes del espíritu pueden ir más allá del mundo de lo aparente.
El
poeta encuentra el punto de conjunción entre el individuo y el universo (…).
Este modo de conocer del poeta es no-racional. Los mecanismos esquemáticos que
usa la razón conforman un sistema de elementos deformados y convencionales, y
constituyen barreras que impiden el acceso a lo más profundo. Ser poeta
surrealista consiste en «eliminar el control de la razón», y en abrir la
puerta-trampa de este sótano profundo que constituye la morada fundamental del
espíritu. Allí descubrimos al hombre en su peculiaridad última y al mismo
tiempo en su trascendencia, en su salida, en su contacto directo con el cosmos,
en su unidad universal. (…)
El
poeta surrealista, como todo artista creador, pone en juego una particular
función del espíritu: la imaginación. Recordemos lo que dijo de ella
Baudelaire: «Es la más científica de las facultades, porque sólo ella comprende
la analogía universal.»
Para
esta facultad tienen igual validez los mundos de lo imaginario y lo real, y
para ella, ambos mundos se entrecruzan y confunden. Pero el poeta surrealista
utiliza la imaginación de un modo particular: para permitirle la mayor amplitud
de acción, la total espontaneidad, elimina toda traba racional. Recurre para
ello a un procedimiento que le es peculiar, el automatismo, así como a la
utilización del material de los sueños, de los estados crepusculares y
mediúmnicos, de los estados delirantes. A través de esos mecanismos la
imaginación adquiere sus condiciones de instrumento «iluminador». Rimbaud ya
había dado su fórmula en Una temporada en el infierno: «El poeta se
hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desorden de todos los
sentidos.»
Aldo
Pellegrini, «La poesía surrealista», en Antología de la poesía
surrealista; 1981.