Cuando
las ventanas, lo mismo que la mirada del chacal y el deseo, taladran la aurora,
unas cabrias de seda me levantan sobre las pasarelas del suburbio. Llamo
entonces a una muchacha que sueña en la casita dorada; se une a mí sobre el
montón de musgo negro y me ofrece sus labios, que son piedras al fondo de un
río presuroso. Velados presentimientos descienden los escalones de los
edificios. Lo mejor es huir de los grandes cilindros cuando los cazadores
cojean en las tierras destempladas. Si se toma un baño en el muaré de las
calles, la infancia regresa a la patria, galga gris. El hombre busca su presa
por los aires y los frutos se secan entre las rejas de papel rosa, a la sombra
de los nombres desmesurados por el olvido. Las alegrías y las penas se esparcen
por la ciudad. El oro y el eucalipto, de igual aroma, atacan los sueños. Entre
los frenos y los edelweis sombríos reposan formas subterráneas semejantes a
corchos de perfumistas.
André Breton. De Claro de tierra, 1923.
[Versión de Manuel Álvarez Ortega]