Algo
que decir acerca de Animales poco útiles (Editorial
Cartografías, 2019), de Gastón Malgieri:
Pertenecer.
Manifestarse furiosa e intempestivamente ante un conjunto vital de hechos
pretéritos ya imposibles de modificar, ya perdidos y entregados a la orilla
inaplazable de la resistencia.
Estos
poemas-animales se desplazan, sigilosa pero categóricamente, por un tramo
enajenado de la historia, un camino de ida al que sólo se puede acceder por
medio de la entrega y de la enunciación. Dos movimientos (porque moverse es la
frontera última) se comprometen desde la línea inicial a sacudirnos con su
baile agitador, con su flujo integral y rotundo.
La
primera voz que nos habla (femenina, cruda, radical) se revela pasionalmente
auto sometida a una sofocación emocional punzante, una a la que debe
enfrentarse con notoria resignación y escepticismo. El conflicto evidenciado de
no-pertenencia hace eco obligado en esta voz, que se inaugura y se define en
relación antónima con lxs otrxs, y con unos preceptos sociales y morales
preestablecidos que la vuelven cínica, pero también –y sobre todas las cosas– vulnerable.
Lo
impronunciable es lo urgente para esta voz. «Ya me gustaría a mí», «ya quisiera
yo», afirma. Su idea de deseo tiene que ver con una frustración de la que ya ha
empezado a resultar imposible escapar. Y en este plano (el de la
disconformidad, el de la decepción, el del hastío), aparece el anagrama poético
por excelencia, el eje escritural concomitante evocado con un grito ahogado,
como arrastrando desde muy lejos un oxímoron cíclico incrustado
involuntariamente en cada célula del cuerpo: es la madre.
Una
simbiosis múltiple puede ser entonces aceptable en este punto, uno que atrape
por los pelos al hablante, al oyente, al que lee, al que escribe, al que
observa, al que interpela. Porque la madre que manda al mundo a su cría, lo
hace indefectiblemente en desmedro de un dolor ya fundado, preexistente y
colectivo.
Bajo
este panorama, la crueldad devastadora del mundo está a la orden del día,
golpeando continuamente las puertas semiabiertas del fetiche, lugar en el que
este ser desamparado muta en un observador militante pero sesgado,
imposibilitado de ejecutar cualquier cambio a su destino fatal, a su drástico
pasado inmediato. Se trata de un intérprete asfixiado vuelto a la trinchera para
conmutar, desde allí, su adentro y su afuera, su rendición y su insistencia, su
apatía nostálgica y su supervivencia, pero también –y sobre todas las
cosas– su foraneidad y su torpeza, su mantra urgente y su irreversible
infierno.
Parece
existir, no obstante, un dejo de esperanza, la posibilidad minúscula de
redención, de erguirse nuevamente ante ese mundo de caos conceptual. Y acaso
este milagro emancipador descanse (para quien lidera esta proclama y para todxs
nosotrxs) en el gesto simple y noble de todos los días, en el objeto que
permanece siempre indemne dentro del campo minado. La casa, los muebles, las
botellas y el pan sobre la mesa, el cigarro, el deseo, la culpa, la nota
escrita de puño y letra: elementos irreemplazables de una cotidianeidad que es
tan trivial como necesaria, el eje resolutorio de un estancamiento hermoso,
pero ya insostenible.
Todos
los caminos (una instantánea panorámica infinita) llevan de igual manera a un
mismo puente colgante, a una misma fuente de divergencia que toma por momentos
la tercera persona del singular: un otrx ausente. Y en este sujeto destinatario
(el que se ha ido, el que ha cortado el cordón) se depositan los restos de todo
aquello que ha quedado por decir, la necesidad de salvarse en la palabra, la
puesta en escena de una despedida inútilmente postergada. «Somos ese mapa
impreciso / esa cartografía inservible»: el plural, devenido en jerga
confesional, es la prueba definitiva de un desenlace ya anunciado.
«Habrá,
entonces, que demoler las formas / o abandonarlas / a merced de cuanto
cataclismo / seamos capaces / velar sus cicatrices / y el reverso límpido que
supuran / mirarse en el espejo de aquel error / que se nos impide nombrar / y
arremeter de nuevo / como el animal que delante de sí / ve agitarse el mundo
rojo / que lo enfurece / mientras todos aplauden sus proezas» ¿Cómo medir,
entonces, la monstruosidad con que nuestro instinto atraviesa, acaso
involuntariamente, cada pedazo de existencia que se nos pone delante?
A
esta estampida de signos y de destinos superpuestos se la puede rastrear por
cientos de siglos. De atrás para adelante, de izquierda a derecha, desde su
núcleo hasta sus anexos y viceversa, viceversa, viceversa. De esta bestia en
movimiento que se quiere «poco útil» se puede aprender –manojo de rituales
mediante– el revés sintomático de la persecución aleatoria, de la huida, de la
caza furtiva y de su posdata urgente. No hay vínculo maternal que pueda
salvarnos de su barbarie. A su doctrina espesa pertenecemos. Convergen en su
conjunto irrebatible de poemas demasiadas partes de un todo brutal, vuelto a
revisar e idolatrado.
Y
esta misma bestia nómada tiene –cómo no
reconocerlo– un escenario etéreo en el cual arrojarse desnudx, en el cual hacer
justicia a su dupla orgánica de movimientos, y a su representación intrínseca
de consciente y subconsciente. El bosque es su espacio vivo, su escenario de
dilación y de prórroga; el bosque es la casa cándida de la carne fresca pero
también del lobo hambriento. El bosque es, en suma, el único destino posible,
cuya naturaleza instintiva es avanzar hacia ningún lado.
LA TRINCHERA
Afuera es el incendio
de todas las cosas que tienen pulso
están los animales pisoteándose entre
sí
puedo oír los quejidos del asfalto
las implosiones de los refugios
puedo, inmóvil, conmiserarme ante ese
dolor colectivo
hacerlo latir en la yema de los dedos
revolearlo por el aire, inhalarlo sin
culpa
como quien se pierde
en la extrañeza de un perfume ajeno.
Afuera todo arde en su lógica
destructiva
están devorándose unos a otros la
calma
ese sacón viejo que abriga sin sentido
alguien grita que por fin, que era
hora
de hacer estallar el orden de las
cosas
y yo acá, paralizada por el miedo
masticando las mismas ganas
incendiarias de abrazarte
porque me dijiste, como quien late
que esta batalla también era nuestra.
EL ALIVIO
Practicamos un sexo torpe, eufórico
lo que teníamos en mente
incluso ese precipicio de la certeza
se desvaneció en saliva
Eso es el miedo, dijimos
y todo se volvió líquido del signo,
fragmentación
humo
De la madrugada en que quedamos
exhaustos
sólo queda esa viscosidad
manchando la palabra
dos bocas
que sin pronunciar
se alivian
De Animales
poco útiles (Editorial Cartografías, 2019).
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Gastón Malgieri (Mar del Plata, 1977). Escritorx, fotógrafx, docente. Publicó Furia
Garaje (Editorial Martín, 2000), Estrim y Out (Ediciones
Independientes, 2008), Porfía (Dársena 3, 2009), Mediopelo
Sidecar (Difusión Alterna, 2010), Transversos (Atarraya
Cartonera, 2010) y Animales poco útiles (Editorial
Cartografías, 2019). Reside actualmente en Las Higueras, Depto. de Río Cuarto,
Provincia de Córdoba.