Ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el agua a las macetas.
El centelleo del flash le hizo perder el equilibrio
(le hizo perder el hilo de los desperdicios de lo ya extinto).
En el apuro de disimularse los silencios,
se puso a testificar con el sudor de las manos,
a acariciar con los ojos las omisiones apretadas de las patas de
la mesa
y a mentir
con la violencia sobreentendida de la espalda
y de la corvadura del andar.
Ya en el fuego pegajoso de la cabina,
alguien le hundió unas preguntas en el estómago,
o en la parte más pastosa del nudo de la corbata.
Cuando fue a decir algo no pudo.
Se contuvo toda la frase,
como se contienen los esfínteres
y las ganas de toser.
La arena arrugada de los lentes le hacía perder también la voz,
y no podía dejar de pensar
en la sed que deberían estar teniendo los helechos
a esa hora de la tarde.
De entre los ruidos©, 2015.