(Fragmento de la obra seleccionada por el Colectivo
Literario Puertorriqueño Ó)
I – rescisión
Hacía tiempo que los cajoncitos de pino barnizado de los calzones
y las medias tres cuarto la habían cansado.
Buscaba otra cosa- se daba cuenta- y no era en el estante de
zapatitos Sarkany donde la iba a encontrar.
Se había fijado también que la manija brillosa de la corrediza
había dejado de brillar, y no le daban ya ganas de pasarle lustra muebles, ni
de quedarse mirando un rato- mientras lustraba- los pósters de los muchachos
bien dotados que ella misma había pegado con cinta scotch en la madera ploteada.
Empezaba a pensarse del otro lado.
Empezaba a tirar de la hilacha del encantamiento, y a buscar en
las guías turísticas la receta para el antídoto.
Empezaba a verse lejos de las perchas de plástico sintético, que
se le clavaban en las costillas cada vez que se compraba algún saquito de moda
nuevo, alguna camisita con bordados en rosa fuerte, algún pantaloncito ajustado
de etiqueta yanqui.
Odiaba, además, el primer piso.
No entendía cómo resultaba posible ese amontonarse cínico de
tantos bártulos inservibles, esa supervivencia amotinada toda junta en un hueco
oscurecido, ese empujarse con violencia de tanta cosa suelta.
La ropa vieja, el paraguas roto, el patín oxidado, la toalla
robada del hotelucho de mala muerte con nombre de dios griego, el trajecito de
estampado retro, la alfombra hedionda y mal enrollada, el juguete de la
infancia olvidada, las fotos nunca mostradas de los quince, la pieza perdida
del instrumento musical jamás armado, la envoltura del primer chocolate, la
plancha en desuso, la radio a medio sintonizar.
Todo era un solo de la multitud que se agolpaba
en el conventillo superior.
Los sweaters de la tercera tabla eran los únicos que le resultaban
medianamente simpáticos.
Los tenía siempre a mano para disimular el frío que le causaba la
mentira mediocre del noviazgo acartonado con el chico de buen pasar, ese que
venía todos los jueves a cenar a casa, ese que le tocaba la pierna por abajo de
la mesa, ese que a mamá le caía tan bien.
Casi siempre después del amor fingido se le daba por inventar
libertades.
Las apretaba contra la sábana recién mojada y las dejaba
desparramarse por adentro, lejos de las carteras acharoladas de industria
nacional, lejos de las cajitas lila llenas de cosméticos charlatanes y de
hebillitas para el pelo.
Se pensaba del otro lado.
Soñaba sueños borrachos de orgullo multifruta, expediciones
salpicadas de esas cosquillas sedientas que da el besar los labios de otra,
señales de tránsito derretidas por el roce húmedo de las comisuras
semiabiertas, caras arrugadas de tanto placer safista y de tanta risa en
conserva recién sacada de la lata.
Soñaba, una vez, sueños plurales.
Eso fue cuando empezaba a pensarse fuera.
Eso fue cuando empezaba a pensar en ese hacer rápido las maletas,
en ese escaparse lento por el agujero de la cerradura, en ese desertar de la
rutina circense y cruzar la vereda para pararse erguida – y siempre hermosa -
sobre la pista de aterrizaje.