a mi madre
A la mañana siguiente me invitó a madrugarnos muy tarde.
Me pareció que se arrugaba los años para darnos un efecto /
para igualarnos.
Y mientras la furia del bordó de la cerámica se calentaba las
sombras de las pisadas
éramos una niña y una mujer
(acaso dos niñas o dos mujeres)
aletargadas sobre la hazaña extraordinaria del vernos
(acaso por primera vez / acaso por
última)
Más tarde nos besamos los espejos / los empeines de las puntas de
las manos
y lloramos unas risas irónicas / a veces místicas / acústicas
(acaso era nuestra forma de
acostumbrarnos,
de completarnos esa falta de otra
que nos callaba los ojos y nos
mordisqueaba las memorias)
y aunque la primera hora de la mañana todavía no reclamaba el
levantarse
prefirió no acercárseme:
acaso por no resbalarse / por no
marcarnos en las infancias otra arruga que excusar
atravesamos un campo impreciso de palabras / de cosas /
de muñecas encerradas en canastas blancas /
-Qué grande estás.- dijo simplemente. Y se reventó la ausencia
contra mi cuerpo
contra el espesor y la anchura de nuestras biografías
contra el bordó lustrado
contra el infierno más alto de mis bitácoras