El
sol aún no se había alzado. Sólo los leves pliegues, como los de un paño algo
arraigado, permitirían distinguir el mar del cielo. Poco a poco, a medida que
el cielo clareaba, se iba formando una raya oscura en el horizonte, que dividía
el cielo del mar, y en el paño gris aparecieron gruesas líneas que lo rayaban,
avanzando una tras otra, bajo la superficie, cada cual siguiendo a la anterior,
persiguiéndose una a otra, perpetuamente.
Al
acercarse a la playa cada barra se alzaba, se amontonaba sobre sí misma,
rompía, y se deslizaba un sutil velo de agua blanca sobre la arena. La ola se
detenía, y después volvía a retirarse arrastrándose, con un suspiro como el del
durmiente cuyo aliento va y viene en la inconsciencia. Poco a poco, la oscura
raya en el horizonte se aclaraba, como si las partículas suspendidas en una
vieja botella de vino hubieran descendido al fondo, dejando verde el vidrio.
También más allá se aclaraba el cielo, como si el blanco poso hubiera
descendido, o como si el brazo de una mujer recostada bajo el horizonte hubiera
alzado una lámpara, y planas barras blancas, verdes y amarillas se proyectaban
en el cielo, como las varillas de un abanico. Entonces, la mujer alzó más la
lámpara, y el aire pareció devenir fibroso y apartarse de la verde superficie,
chispeante y llameando, en rojas y amarillas hebras, como el humeante fuego que
ruge en una hoguera. Poco a poco, las hebras de la hoguera se fundieron
en un resplandor, en una incandescencia que alzó el peso del gris cielo lanudo,
poniéndolo encima de él, y lo convirtió en millones de átomos de suave azul. La
superficie del mar se hizo despacio transparente, y estuvo destellante y rizada
hasta que las oscuras barras quedaron casi borradas. Lentamente, el brazo que
sostenía la lámpara la alzó más, y después más, hasta que la ancha llama se
hizo visible. Un arco de fuego ardía en el borde del horizonte, y a su
alrededor el mar lanzaba llamas doradas.
Virginia
Woolf. Las olas (frg.), 1931.