El sol aún no se
había alzado. Sólo los leves pliegues, como los de un paño algo arraigado,
permitirían distinguir el mar del cielo. Poco a poco, a medida que el cielo
clareaba, se iba formando una raya oscura en el horizonte, que dividía el cielo
del mar, y en el paño gris aparecieron gruesas líneas que lo rayaban, avanzando
una tras otra, bajo la superficie, cada cual siguiendo a la anterior,
persiguiéndose una a otra, perpetuamente.
Al acercarse a la
playa cada barra se alzaba, se amontonaba sobre sí misma, rompía, y se
deslizaba un sutil velo de agua blanca sobre la arena. La ola se detenía, y
después volvía a retirarse arrastrándose, con un suspiro como el del durmiente
cuyo aliento va y viene en la inconsciencia. Poco a poco, la oscura raya en el
horizonte se aclaraba, como si las partículas suspendidas en una vieja botella
de vino hubieran descendido al fondo, dejando verde el vidrio. También más allá
se aclaraba el cielo, como si el blanco poso hubiera descendido, o como si el
brazo de una mujer recostada bajo el horizonte hubiera alzado una lámpara, y
planas barras blancas, verdes y amarillas se proyectaban en el cielo, como las
varillas de un abanico. Entonces, la mujer alzó más la lámpara, y el aire
pareció devenir fibroso y apartarse de la verde superficie, chispeante y
llameando, en rojas y amarillas hebras, como el humeante fuego que ruge en una
hoguera. Poco a poco, las hebras de la hoguera se fundieron en un resplandor,
en una incandescencia que alzó el peso del gris cielo lanudo, poniéndolo encima
de él, y lo convirtió en millones de átomos de suave azul. La superficie del
mar se hizo despacio transparente, y estuvo destellante y rizada hasta que las
oscuras barras quedaron casi borradas. Lentamente, el brazo que sostenía la
lámpara la alzó más, y después más, hasta que la ancha llama se hizo visible.
Un arco de fuego ardía en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar
lanzaba llamas doradas.
Virginia
Woolf (1882-1941). Fragmento extraído de Las olas, 1931.