Hay un candado
roto abajo del mar.
Tiene la llave
puesta, porque pretende
- como todos
nosotros-
disimular su
imperfección.
Tengo aire en
el pelo y,
más acá del
absurdo y del olor a muerte,
hablan los
pensamientos.
El cielo
camina despacio,
como
arrastrándose en puntas de pie
para no
despertarme, y así
sorprenderme
en la búsqueda,
y en la
elección trascendental que está por darse.
Una familia de
pequeños esciénidos se acomoda
debajo de las
algas vecinas. ¿Será para dormir?
¿O acaso las
percas marinas no duermen
ni existen?
Los pulmones
zumban.
En la orilla,
unas primas segundas lloran,
y el equipo de
rescate pretende
con sus
naranjas chillones de trajes de baño
calmar a la
chusma y esconder,
en la parte de
atrás de las columnas podridas del muelle,
los gritos de
los pájaros y los aplausos para los niños perdidos.
Alguien se
ahoga
y esa voz que
me canta canciones de la infancia
se acerca un
poco.
Está diciendo
que me quede,
que el cordón
de la vereda tiene arena seca para no resbalarse,
y que ella
prefiere leer la aventura en folletín,
de ser posible
desde el cerro más alto
para puntuar
lo que esté mal redactado.
Ella- como
alguien dijo una vez- es mi otro yo, pero no es yo misma.
Es ella misma.
Me conoce-
creo- desde que fui engendro,
y lleva en la
sangre
otra mixtura
grasienta que es mi propia sangre.
Dos brazos (de
los que sólo el sexo opuesto puede dotarse)
me chupan
hasta el borde
y me empujan.
El cielo-
ahora puedo verlo de frente-
ha vuelto a su
lugar.
Ya no me ahogo
pero sigo
teniendo aire en el pelo,
un candado
roto en la mano
y agua de sal
en todos los ojos.
De Quemar
el fuego©, 2017.