febrero 21, 2019

★LA GOTA QUE DEVOLVIÓ EL VASO


Hay un candado roto abajo del mar.

Tiene la llave puesta, porque pretende

- como todos nosotros-

disimular su imperfección.

 

Tengo aire en el pelo y,

más acá del absurdo y del olor a muerte,

hablan los pensamientos.

 

El cielo camina despacio,

como arrastrándose en puntas de pie

para no despertarme, y así

sorprenderme en la búsqueda,

y en la elección trascendental que está por darse.

 

Una familia de pequeños esciénidos se acomoda 

debajo de las algas vecinas. ¿Será para dormir?

¿O acaso las percas marinas no duermen

ni existen?

 

Los pulmones zumban.

En la orilla, unas primas segundas lloran,

y el equipo de rescate pretende

con sus naranjas chillones de trajes de baño

calmar a la chusma y esconder,

en la parte de atrás de las columnas podridas del muelle,

los gritos de los pájaros y los aplausos para los niños perdidos.

 

Alguien se ahoga

y esa voz que me canta canciones de la infancia

se acerca un poco.

 

Está diciendo que me quede,

que el cordón de la vereda tiene arena seca para no resbalarse,

y que ella prefiere leer la aventura en folletín,

de ser posible desde el cerro más alto

para puntuar lo que esté mal redactado.

 

Ella- como alguien dijo una vez- es mi otro yo, pero no es yo misma.

Es ella misma.

Me conoce- creo- desde que fui engendro,

y lleva en la sangre

otra mixtura grasienta que es mi propia sangre.

 

Dos brazos (de los que sólo el sexo opuesto puede dotarse)

me chupan hasta el borde

y me empujan.

 

El cielo- ahora puedo verlo de frente-

ha vuelto a su lugar.

 

Ya no me ahogo

pero sigo teniendo aire en el pelo,

un candado roto en la mano

y agua de sal

en todos los ojos.

De Quemar el fuego©, 2017.