Así
será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el
brazo, lo fija en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un
público que dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la
sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve
la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la
vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha
aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos
del amo.
(…)
Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de
Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas,
soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna
parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita
muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en
la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo
de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae
sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac.