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¿Oíste?
Incorporada
en mi cama, procuré alcanzar el rostro de Susana a través de la penumbra,
porque sospeché que no quería confesar su miedo.
Durante
un minuto permanecimos rígidas, sin que se volviera a repetir el extraño
cuchicheo que parecía provenir del cuarto contiguo que había pertenecido a la
institutriz. El cuchicheo misterioso -¿una frase meditada en su ternura ya
lejana?- acaso procediera de algún
mueble, de alguna puerta mal cerrada, de algún murciélago que hubiese entrado
durante el día.
Permanecí
despierta, largo rato, para ubicar el ruido misterioso en el caso de que se
repitiera, pues no era el ruido en sí lo que más me atemorizaba, sino la
incapacidad de explicarlo, de justificar su procedencia.
A
la hora del desayuno después de comentar nuestro temor inútil, Susana me dijo:
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“No quiero que me preguntes si he oído algo. Prefiero que me digas: “acaba de
abrirse una ventana, alguien camina en el cuarto de al lado”, pero no me digas
“¿oíste?”, porque anoche no escuché nada sino mucho tiempo después de que me lo
preguntaras y no sé si era el mismo ruido.”
Por
esa misma razón, ya en Buenos Aires, cuando la madre me preguntaba desde su
cuarto “¿oíste?”, el mismo miedo me invadía, porque, de inmediato, comenzaba a
sugestionarme, y a fuerza de pensar en qué pudo haber sido lo que la asustara,
llegaba a construir un miedo idéntico al suyo, aunque inmotivado. Estaba segura
de que si me hubiese dicho: “alguien fuerza un cerrojo, o camina por el
jardín”, yo hubiera oído, como Susana, exactamente lo que indicaba y no un
ruido imaginario y misterioso.
Más
tarde, cuando quería comunicar un miedo, comenzaba sin ningún preámbulo, y al
preguntárseme si había escuchado algo anormal, yo contestaba, de inmediato,
afirmativamente, pues me parecía que nada era tan terrible como hallarse sola,
de pronto, ante un ruido extraño, ante uno de esos ruidos que no se repiten,
que llegan a través de la noche, desligados de cualquier costumbre, y que no
pueden verificarse porque casi siempre provienen de miedos distintos e
indefinidos.
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Norah
Lange (Buenos Aires, 1905–1972). Novelista y poeta argentina de vanguardia,
vinculada a los grupos intelectuales de los años 20, encabezados por las
revistas literarias Martín Fierro (1924-1927) y Proa (1922-1926).
Destacó por su gran talento narrativo y por
su audacia para irrumpir en ámbitos hasta entonces reservados únicamente a
varones. Se le supone un amor juvenil con Jorge Luis Borges (quien prologó su primer
libro, La calle de la tarde, publicado en 1925) y con Leopoldo Marechal,
el cual la inmortalizó en su mítica obra Adán Buenosayres (1948), como
el personaje de Solveig Amundsen. En 1943 se casó con el también poeta vanguardista
Oliverio Girondo, después de más de diez años de convivencia. Publicó, entre
otros, los libros Los días y las noches (1926), Voz de la vida (1927),
El rumbo de la rosa (1930), 45 días y 30 marineros (1933) y Cuadernos
de infancia (1937), al cual pertenece el fragmento aquí citado. En 1959
recibió el Gran Premio de Honor, otorgado por la Sociedad Argentina de
Escritores (SADE).