julio 16, 2017

Las paredes de mi celda van cambiando de color





El verano. Los pájaros derretidos en pleno vuelo caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento.

El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan.

El verano. El mar ha comenzado a evaporarse, y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad.

El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo.

El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean.

El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar.

El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a los golpes (...).

El verano. Las paredes de mi celda van cambiando de color, y de rosado pasan a rojo, y del rojo al rojo vino, y de rojo vino a negro brillante... el suelo también empieza a brillar como un espejo, y del techo se desprenden las primeras chispas. Sólo dándole brincos me puedo sostener, pero en cuanto vuelvo a apoyar los pies siento que se me achicharran. Doy brincos. Doy brincos. Doy brincos.

El verano. Al fin el calor derrite los barrotes de mi celda, y salgo de este horno al rojo, dejando parte de mi cuerpo chamuscado entre los bordes de la ventana, donde el aceite derretido aún reverbera.




Reinaldo Arenas (Cuba, 1943-1990)
El mundo alucinante (frg.)