Este fin de semana pasado estuve
participando con inmensa alegría de las jornadas de celebración del Día Mundial
de la Poesía. Entre otras muchas emociones, tuve el privilegio de compartir
escenario con el enorme, enorme, enorme (y para mí un poco eminencia) Rafael
Felipe Oteriño, quien con la simpleza y humildad de un maestro me sorprendió
regalándome su último libro. Exploté de felicidad (sonrisa, sonrisa, sonrisa).
Cito por acá abajo unos fragmentos, que vienen al caso para festejar esta tan
hermosa fecha:
«La poesía está primordialmente sostenida
por la emoción, emoción que se produce por la irrupción de una imagen que busca
asiento en las palabras, palabras que son portadoras, antes que de un
significado, de una temperatura especial. Y todo eso ocurre de manera mágica:
como en una danza en la que los pasos parecen avanzar con olvido de quien los
gobierna. (…) Un día visité el Oráculo de Apolo, en Delfos, y observé las
piletas por donde circulaban las aguas humeantes que embriagaban a la pitonisa,
las losas en que los intérpretes dilucidaban sus palabras, y comprendí que la
poesía cumple una tarea semejante a la de esos intérpretes: traduce algo que
flota denso, indiviso –y cuántas veces hermético– y que recién se vuelve
manifiesto cuando encuentra el lenguaje que lo revela.»
Fragmentos de Una
conversación infinita (Ediciones del Dock, 2016).
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Rafael Felipe Oteriño (La Plata, Buenos Aires, 1945). Escritor, docente,
abogado. Desde 2014 es miembro de la Academia Argentina de Letras. Entre su
prolífica obra se encuentran los libros Altas lluvias (1966), Campo
visual (1976), Rara materia (1980), El
invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua
madre (1995), El orden de las olas (2000) y Todas
las mañanas (2010). Fue
traducido al italiano, al inglés y al catalán. Recibió los premios Fondo
Nacional de las Artes (1967), Alfonsina (1984), Konex (1989) y Esteban
Echeverría (2007), entre otras numerosas condecoraciones.