Yo había tenido una vez
un libro que hablaba de las cosas como si fueran ciertas (como si fueran a
escaparse). Lo había comprado en un mercado de pulgas y le había apretado los
bordes de las páginas con un ganchito. Con la funda reciclada de una almohada
le había decorado el lomo y los preliminares, con solapas de cuero y todo.
Yo había tenido una vez
un libro así, de bolsillos en las manos. Nunca le alcanzaba para las notas en
los márgenes. Dormía en un pedazo de árbol muerto que solíamos usar de
biblioteca. Era sonámbulo. Se me quedaba cuchicheando un rato largo los
devaneos de la contratapa cada vez que se me daba por revisarle los
índices. Si le acariciaba un poco el relieve de los títulos, ronroneaba. Sabía
silbar en alemán los números romanos de todos los capítulos. Quería
arrancarlos, decía. Prefería la anemia galopante de la sangría antes que el
blanco desperdiciado de la mitad de la hoja.
Yo había tenido una vez
un libro así, un libro que hablaba. Pero los libros no hablan, me dijeron. Y me
quedé toda una noche entera mofándole crueldades al manojo de borradores que
tenía sobre la mesa, insultándole la unión de cobre a los micrófonos
aburguesados que le colgaban de los ombligos a la máquina de escribir.
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