Yo había tenido una vez un libro que hablaba de las cosas como si fueran
ciertas (como si fueran a escaparse). Lo había comprado en un mercado de pulgas
y le había apretado los bordes de las páginas con un ganchito. Con la funda
reciclada de una almohada le había decorado el lomo y los preliminares, con
solapas de cuero y todo.
Yo había tenido una vez un libro así, de bolsillos en las manos. Nunca le
alcanzaba para las notas en los márgenes. Dormía en un pedazo de árbol muerto
que solíamos usar de biblioteca. Era sonámbulo. Se me quedaba cuchicheando un
rato largo los devaneos de la contratapa, cada vez que se me daba por revisarle
los índices. Si le acariciaba un poco el relieve de los títulos, ronroneaba.
Sabía silbar en alemán los números romanos de todos los capítulos. Quería
arrancarlos, decía. Prefería la anemia galopante de la sangría antes que el
blanco desperdiciado de la mitad de la hoja.
Yo había tenido una vez un libro así, un libro que hablaba. Pero los libros
no hablan, me dijeron. Y me quedé toda una noche entera mofándole crueldades al
manojo de borradores que tenía sobre la mesa, insultándole la unión de cobre a
los micrófonos aburguesados que le colgaban de los ombligos a la máquina de
escribir.
Inédito, 2014.