Estaba repleto. La majestuosa Copa refulgía con intensidad
su dorado cuerpo y descansaba junto a las medallas. Las voces extasiadas
completaban el creciente espectáculo. Se respiraba euforia. Los once de verde
emanaban sudor y silencio, al igual que los once de blanco y celeste. Las
banderas flotaban en el corroído aire y las luces se mostraban crueles y
filosas. La platea cantaba alguna especie de aliento improvisado. El marcador
iluminaba un nocivo 2-2. Lloviznaba apenas, mas el calor era intenso y se divisaba
con nítida claridad la totalidad del campo. Quedaban poco más de dos minutos de
juego. El muchacho con el 20 en la espalda había recibido el balón cuando uno
de los verdes lo interceptó con violenta brusquedad. El golpe pareció perfecto.
Hice sonar el silbato y corrí hacia él. Los paramédicos se hicieron humo
en un segundo llevándose consigo al 20. Gritos. Insultos. Peleas. Alguien me
hablaba de forma severa pero impersonal. Unas cuantas personas aparecieron y
obligué a todos a dispersarse y a volver a sus lugares. Los espectadores
enloquecieron. Todo a mi alrededor había explotado y ahora solo quedaban 40
segundos. La
Final del Mundo. El 9 de los rayados
acomodó la esfera para ejecutar el penal que yo había osado marcar. El portero
de los verdes se concentraba en silencio y dirigía una fulminante mirada al 9.
De pronto, el mundo había enmudecido y se había puesto de pie. Apenas fui
consciente de ello, cuando ejecuté aquel sonido irritante y caí muerto en el
césped.