Estaba repleto. La majestuosa Copa refulgía con intensidad su dorado cuerpo
y descansaba junto a las medallas. Las voces extasiadas completaban el
creciente espectáculo. Se respiraba euforia. Los once de verde emanaban sudor y
silencio, al igual que los once de blanco y celeste. Las banderas flotaban en
el corroído aire y las luces se mostraban crueles y filosas. La platea cantaba
alguna especie de aliento improvisado. El marcador iluminaba un nocivo 2-2.
Lloviznaba apenas, mas el calor era intenso y se divisaba con nítida claridad
la totalidad del campo. Quedaban poco más de dos minutos de juego. El muchacho
con el 20 en la espalda había recibido el balón cuando uno de los verdes lo
interceptó con violenta brusquedad. El golpe pareció perfecto. Hice sonar el
silbato y corrí hacia él. Los paramédicos se hicieron humo en un segundo
llevándose consigo al 20. Gritos. Insultos. Peleas. Alguien me hablaba de forma
severa pero impersonal. Unas cuantas personas aparecieron y obligué a todos a
dispersarse y a volver a sus lugares. Los espectadores enloquecieron. Todo a mi
alrededor había explotado y ahora solo quedaban 40 segundos. La
Final del Mundo. El 9 de los rayados acomodó la esfera para ejecutar el
penal que yo había osado marcar. El portero de los verdes se concentraba en
silencio y dirigía una fulminante mirada al 9. De pronto, el mundo había
enmudecido y se había puesto de pie. Apenas fui consciente de ello, cuando
ejecuté aquel sonido irritante y caí muerto en el césped.
Relato inédito, galardonado con el primer premio en el Certamen
Internacional Poesía de las Américas. Septiembre de 2008.