Cuando
llego del colegio la abuela pregunta si prefiero galletitas o pan tostado con
manteca. «Lo que vos quieras», respondo. Hace la mueca indescifrable de siempre
y pone la pava arriba del calentador a kerosene. «Va a venir un señor a
sacarnos unas fotos», dice. «¡Andá a ponerte el pullover nuevo!». El señor en
cuestión es el fotógrafo de la familia (siempre hay uno) y las fotos en
cuestión son, en mi lógica incongruente de infante, por motivo de su
cumpleaños. Me pongo contenta, me preparo, me parece que todo está bien; ¿qué
puede ir mal cuando hay un ángel cuidándonos modo exclusivo veinticuatro/siete?
El
recuerdo de ese día tiene la nitidez de estos dedos que ahora tipean y de este
papel glossy amarillo que me revuelve acá adentro, aquello que ya estaba
claramente preparado para ser revuelto.
Abuela:
tenías razón en todo. El amor y el dolor son los dos magnates esclavistas que
tiran del mundo como en el juego de la soga, de un lado y del otro, haciendo
tongo cada vez que pueden. No se puede elegir entre uno u otro: el que toca,
toca. Lo que se fue, ya nunca más vuelve de la misma forma. Acertaste también
con lo de arriesgarse antes de que sea demasiado tarde. No me diste la vida
pero me enseñaste que para vivir lo primero que hace falta es atreverse a
hacerlo.
En
la foto tengo seis años, y llevo puesto un pullover que terminaste de tejer a
mano hace apenas unos días. Vos sabés todo de mí, y lo poco que yo sé de vos me
basta y me sobra para la vida entera. Ya estoy lista y viene tu cumpleaños.
Tengo el regalo a medio terminar en la mochila. Atrás, el almanaque dice «Julio
de 1987». Para mí fue hace rato nomás, justito antes del especial de
Supersónicos, cuando llegué del colegio y preguntaste, mientras apoyabas la
pava en el calentador, si prefería galletitas o pan tostado con manteca.