Ese flujo, esa náusea, esas tiras: aquí
comienza el fuego. El fuego de lenguas. El fuego tejido en flecos de lenguas,
en el reflejo de la tierra que se abre como un vientre que está por parir, con
entrañas de miel y azúcar. Con todo su obsceno tajo ese vientre fláccido
bosteza, pero el fuego bosteza por encima con lenguas retorcidas y ardientes
que llevan en la punta rendijas parecidas a la sed. Ese fuego retorcido como
nubes en el agua límpida, con la luz al lado que traza una recta y algunas
pestañas. Y la tierra entreabierta por todas partes muestra áridos secretos.
Secretos como superficies. La tierra y sus nervios, y sus prehistóricas
soledades, la tierra de geologías primitivas, donde se descubren secciones del
mundo en una sombra negra como el carbón. La tierra es madre bajo el hielo del
fuego. (…) El centro ardiente y convulso de ese fuego es como la punta
descuartizada del trueno en la cima del firmamento. Centro blanco de las
convulsiones. Un resplandor absoluto en el tumulto de la fuerza.
Antonin Artaud. “El yunque de las
fuerzas” (frg), en L’Art et la Mort, 1929.