Si antes de cada acción pudiésemos
prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente,
primero las consecuencias inmediatas, después las probables, más tarde las
posibles, luego las imaginables, no llegaríamos siquiera a movernos desde donde
el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos. Los buenos y los malos
resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo - se supone que de
forma bastante equilibrada y uniforme - por todos los días del futuro,
incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos aquí para poder
comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón. Hay quien dice que eso es
la inmortalidad de la que tanto se habla.
José
Saramago; Ensaio sobre a cegueira,
1995.