Lo mejor será escoger el camino de Galta, recorrerlo de nuevo (inventarlo a medida que lo recorro) y sin darme cuenta, casi insensiblemente, ir hasta el fin – sin preocuparme por saber qué quiere decir «ir hasta el fin» ni qué es lo que yo he querido decir al escribir esa frase. Cuando caminaba por el sendero de Galta (…) no me hacía preguntas: caminaba, nada más caminaba, sin rumbo fijo. Iba al encuentro… ¿de qué iba al encuentro? Entonces no lo sabía y no lo sé ahora. Tal vez por eso escribí «ir hasta el fin»: para saberlo, para saber qué hay detrás del fin. Una trampa verbal; después del fin no hay nada, pues si algo hubiese el fin no sería fin. Y, no obstante, siempre caminamos al encuentro de…, aunque sepamos que nada ni nadie nos aguarda. Andamos sin dirección fija pero con un fin (¿cuál?) y para llegar al fin. Búsqueda del fin, terror ante el fin: el haz y el envés del mismo acto. Sin ese fin que nos elude constantemente ni caminaríamos ni habría caminos.
Hay un polvillo en el aire, una sustancia impalpable que irrita y marea. Las cosas parecen más quietas bajo esta luz sin peso y que, sin embargo, agobia. Tal vez la palabra no es quietud sino persistencia: las cosas persisten bajo la humillación de la luz.
(...)
frases que son lianas que son manchas de humedad que son sombras proyectadas
por el fuego en una habitación no descrita que son la masa oscura de la
arboleda de las hayas y los álamos azotada por el viento a unos trescientos
metros de mi ventana que son demostraciones de luz y de sombra a propósito de
una realidad vegetal a la hora del sol poniente por las que el tiempo en una
alegoría de sí mismo nos imparte lecciones de sabiduría tan pronto formuladas
como destruidas por el más ligero parpadeo de la luz o de la sombra que no son
sino el tiempo en sus encarnaciones y des encarnaciones que son frases que
escribo en este papel y que conforme las leo desaparecen:
no
son las sensaciones, las percepciones, las imaginaciones y los pensamientos que
se encienden y apagan aquí, ahora, mientras escribo o mientras leo lo que
escribo:
no
son lo que veo ni lo que vi, son el reverso de lo visto y de la vista – pero no
son lo invisible: son el residuo no dicho,
no
son el otro lado de la realidad, sino el otro lado del lenguaje, lo que tenemos
en la punta de la lengua y se desvanece antes de ser dicho, el otro lado que no
puede ser nombrado porque es lo contrario del nombre:
lo
no dicho no es esto o aquello que callamos, tampoco es ni esto ni aquello: no
es el árbol que digo que veo sino la sensación que siento al sentir que lo veo
en el momento en que voy a decir que lo veo, una congregación insustancial pero
real de vibraciones y sonidos y sentidos que al combinarse dibujan una
configuración de una presencia verde-bronceada-negra-leñosa-hojosa-sonoro-silenciosa;
(…)
el
árbol no es el nombre árbol, tampoco es una sensación de árbol: es la sensación
de una percepción de árbol que se disipa en el momento mismo de la percepción
de la sensación de árbol;
los
nombres, ya lo sabemos, están huecos, pero lo que no sabíamos o, si lo
sabíamos, lo habíamos olvidado, es que las sensaciones son percepciones de
sensaciones que se disipan, sensaciones que se disipan al ser percepciones,
pues si no fuesen percepciones ¿cómo sabríamos que son sensaciones?;
sensaciones
que no son percepciones no son sensaciones, percepciones que no son nombres
¿qué son?
(…)
todo está hueco; todo está lleno hasta los bordes, todo es real, todas esas
realidades inventadas y todas esas invenciones tan reales, todos y todas, están
llenos de sí, hinchados de su propia realidad;
y
apenas lo digo, se vacían: las cosas se vacían y los nombres se llenan, ya no
están huecos, los nombres son plétoras, son dadores, están henchidos de sangre,
leche, semen, savia, están henchidos de minutos, horas, siglos, grávidos de
sentidos y significados y señales(...), los nombres les chupan los tuétanos a
las cosas, las cosas se mueren sobre esta página pero los nombres medran y se
multiplican, las cosas se mueren para que vivan los nombres;
(…)
las frases que escribo sobre este papel son las sensaciones, las percepciones,
las imaginaciones, etcétera, que se encienden y apagan aquí, frente a mis ojos,
el residuo verbal:
lo
único que queda de las realidades sentidas, imaginadas, pensadas, percibidas y
disipadas, única realidad que dejan esas realidades evaporadas y que, aunque no
sea sino una combinación de signos, no es menos real que ellas:
los
signos no son las presencias pero configuran otra presencia, las frases se
alinean una tras otra sobre la página y al desplegarse abren un camino hacia un
fin provisionalmente definitivo,
las
frases configuran una presencia que se disipa, son la configuración de la
abolición de la presencia,
sí,
es como si todas esas presencias tejidas por las configuraciones de los signos
buscasen su abolición para que aparezcan aquellos árboles inaccesibles,
inmersos en sí mismos, no dichos, que están más allá del final de esta frase,
en
el otro lado, allá donde unos ojos leen esto que escribo y, al leerlo, lo
disipan
Octavio
Paz. El mono gramático (1974), fragmentos.