«No
sabemos decir qué es poesía, pero cuando algo de ella ha sido capturado y por
eso mismo nos captura, podemos reconocerla (…). La poesía es lenguaje cargado
de posibilidades, pero ¿en qué consiste esa carga?, ¿qué le da al poema su
fuerza, su durabilidad, su alejamiento en la memoria? Sabemos que reside
justamente ahí, en su capacidad de quedarse en nosotros, su triunfo sobre el
caos, sobre la banalidad del mundo y de las cosas, su resistencia al paso del
tiempo, su victoria ante lo efímero y lo fugaz. La intensidad hace a
la poesía y nos permite diferenciarla de todos los otros modos de la palabra.
En el poema, las palabras – más que en ninguna otra forma de lo oral o de lo
escrito – dejan de ser funcionales a la construcción de la historia, se
«olvidan» de ser útiles, se ponen a hacer «otra cosa», como hacen «otra cosa»
los gestos en el teatro o los sonidos en la música. Se genera así una fuerza
mucho más potente que la suma de elementos que constituyen el poema, alcanzando
un resultado que aprovecha de un modo misterioso las cualidades de cada una de
las partes. Cada buen poema es, entonces, un pequeño triunfo sobre el caos y
también sobre lo plano, lo literal, lo cerrado, lo puramente racional y lo
unívoco. (…)
No
hay «verso libre», si por libre entendemos la despreocupación o el olvido de la
forma. Cualquiera de los buenos poemas escritos en lo que llamamos verso libre
está tan lleno de reglas internas, de sofisticados mecanismos de equilibrio,
ruptura, forzamiento y digresión, como el verso medido, aunque es verdad que en
este último caso esas leyes son generales, pre establecidas, construidas a lo
largo de los siglos, y en el primero se trata de leyes auto impuestas o mejor
aún descubiertas en el propio camino de la escritura. ¿De qué se libera el verso
libre?, ¿Cómo funciona la libertad en el arte?, ¿Con qué instrumentos se
despliega?, ¿Cuánta importancia tienen en la aparición de lo propio, lo
particular y lo «libre», la obstrucción, el límite, las leyes y los
condicionamientos? (…)
Todos
hemos visto alguna vez cómo moría el esbozo de un poema en nuestra manos, por
falta de escucha, por desatención, por exceso de corrección, por exceso de
racionalidad, por falta de amor a lo que nace, sobre todo. Para que la energía
del poema no se pierda, para que eso que habita todavía en el lenguaje y están
fácilmente corrompible, pueda ser apresado sin asfixia, el poeta avanza por una
cueva oscura encendiendo fósforos que el viento apaga (…), concentra, condensa,
desnuda, depura (…). No importan los detalles si el conjunto captura algo vivo
en las palabras. El lenguaje es un organismo que rápidamente se corrompe, que
muere y se regenera todo el tiempo. Más temprano que tarde las frases dejan de
apresar lo que palpita – es asombrosa la velocidad con que lo vivo deviene en
frase hecha, en palabra muerta, en clisé – y entonces la escritura es esa
búsqueda de lo que aún permanece, lo que aún tiene poder para ligar a los seres
y las cosas, para ligarnos a nosotros con las palabras, los seres y las cosas.
«Libre»
o no, la poesía siempre es ritmo y es música y es tono y es medida. Medidas
generales o particulares de ese poema, medidas heredadas en el curso de los
siglos o medidas auto impuestas en el curso de escritura. Esa sensación que da
leer ciertos poemas y sentir que en ellos la lengua que es única/propia de ese
poema y es al mismo tiempo la lengua de todos, se remansa o se violenta o se
enrosca o se estremece y con ello nos remansa, nos estremece, nos violenta, nos
enrosca… Así, la intensidad del poema se define entonces por el vigor con que
el habla se impone a la lengua que es oficial y que está muerta o agoniza en su
obediencia, en su rigidez, en su previsibilidad. El vigor con que nos incomoda,
se desacata y se desadapta logra imponerse sobre lo que se adapta, acata y se
acomoda y de ese modo se vicia y se vacía.
María
Teresa Andruetto, «Libertad Condicional», 2010.