Y tú también
quejido,
inútil,
extraviado,
de tranvía ya
loco
de trajes
y de horarios;
adentro de mis
venas,
en mi tiempo,
en mis huesos,
mezclado a mi
silencio,
a mi pulso,
a mi fiebre,
a todo lo que
impregna
esta vigilia
estéril,
con ritmo de
gotera,
de persiana
que se abre
y golpea,
golpea,
aquí,
adentro de lo
hueco,
adonde estoy
confinado,
recluido entre
tendones,
asomado a los
párpados,
aquí,
entre azoteas,
ventanas,
moribundos,
vajillas que
se bañan,
rodeado de
papeles,
de todo lo que
sufre
mi presencia
obstinada:
los libros,
la ceniza,
los lápices,
la silla,
el pelo y la
dulzura
que se acerca
y me mira,
la mesa
y el ropero,
con sus trajes
ahorcados,
la cama que me
espera
-el velamen
tendido-
anclada en la
penumbra,
¿en el sueño?,
¿en la vida?,
las cortinas,
la alfombra,
que miro y me
entristece
cuando voy a
sacarme,
con calma,
los botines,
y llega algún
recuerdo,
fragmentario,
perdido:
las plazas de
mi infancia,
un camino,
una casa;
las manos,
las caderas,
las piernas
amputadas
de mujeres
diluidas
por las horas,
los ruidos,
que suelen
detenerme,
de pronto,
en la certeza
de haberlas
poseído
entre muebles
extraños;
mientras oigo
la calle,
la noche que
oscuramente muge,
como una vaca
enferma,
al ir a
cobijarse
en los grandes
hangares
que orinan los
inviernos,
mientras salen
los trenes,
taciturnos,
quejosos,
que van hacia
la aurora
desgarrando el
silencio,
con un grito
oxidado
que se mezcla
a mis nervios,
a mi tinta,
a mi sangre.
Oliverio
Girondo