agosto 17, 2019

4


Y tú también

quejido,

inútil,

extraviado,

de tranvía ya loco

de trajes

y de horarios;

adentro de mis venas,

en mi tiempo,

en mis huesos,

mezclado a mi silencio,

a mi pulso,

a mi fiebre,

a todo lo que impregna

esta vigilia estéril,

con ritmo de gotera,

de persiana que se abre

y golpea, golpea,

aquí,

adentro de lo hueco,

adonde estoy confinado,

recluido entre tendones,

asomado a los párpados,

aquí,

entre azoteas,

ventanas,

moribundos,

vajillas que se bañan,

rodeado de papeles,

de todo lo que sufre

mi presencia obstinada:

los libros,

la ceniza,

los lápices,

la silla,

el pelo y la dulzura

que se acerca y me mira,

la mesa

y el ropero,

con sus trajes ahorcados,

la cama que me espera

-el velamen tendido-

anclada en la penumbra,

¿en el sueño?,

¿en la vida?,

las cortinas,

la alfombra,

que miro y me entristece

cuando voy a sacarme,

con calma,

los botines,

y llega algún recuerdo,

fragmentario,

perdido:

las plazas de mi infancia,

un camino,

una casa;

las manos,

las caderas,

las piernas amputadas

de mujeres diluidas

por las horas,

los ruidos,

que suelen detenerme,

de pronto,

en la certeza

de haberlas poseído

entre muebles extraños;

mientras oigo la calle,

la noche que oscuramente muge,

como una vaca enferma,

al ir a cobijarse

en los grandes hangares

que orinan los inviernos,

mientras salen los trenes,

taciturnos,

quejosos,

que van hacia la aurora

desgarrando el silencio,

con un grito oxidado

que se mezcla a mis nervios,

a mi tinta,

a mi sangre.

Oliverio Girondo