De
algún modo «los antípodas» es un juego más social – no podría decirse que un
juego de salón – si se compara con otros, tan solitarios. Nació, sin duda, de
una personal interpretación de la ley de gravedad y de la atracción que ejercen
entre sí los hemisferios de Magdeburgo, más el agregado fantástico – deducido
no sé de qué relato – de un doble que nos espera en otro siglo o en la luna.
Nunca
supe bien si este personaje era idéntico, análogo o complementario. Cuando
quise pensarlo ya era un hecho: la conducta y el movimiento humanos habían sido
engarzados por mí en un teorema indemostrable: «La fuerza de los dobles
opuestos nos sostiene». En otras palabras: el habitante que está en
el lugar opuesto de la tierra se sostiene en su lugar y me sostiene gracias a
la mutua fuerza de atracción que opera desde nuestros cuerpos y que podría
dibujarse en una línea que va desde sus talones a los míos – y viceversa –
pasando por el centro de la tierra. Cuando él se desplaza, me desplazo; cuando
me arrojo al mar, se arroja o cae al mar; cuando viajamos, viajamos en
direcciones contrarias para permanecer en la misma referencia. ¿Se puede pedir
un desencuentro más encontrado, una oposición menos opuesta? Nuestros gestos
tienen una respuesta simultánea y nuestros actos nos comprometen en una
complicidad desmedida (¿cómo podríamos realizar actos distintos con los mismos
ademanes?).
Olga
Orozco; «Juegos a cara y cruz» (frg.), en La oscuridad es otro sol,
1967.