Un perro que ladra y un
gancho oxidado
que cuelga poliéster
barato de manchas verdosas.
Una radio encendida
escupiendo boleros
y dos sillas de mimbre
aguantando la respiración;
dos cuerpos que se
gritan
que se paren
que se llueven
que se quedan más cerca.
Se enhebran en la furia
orgásmica de una alfombra rota,
acostumbrados los codos
a tanta sequedad
y los torsos a tanta
humedad.
Más ojales de botones
arrancados
lloran sus camisas en el
suelo
y otras arañas –o acaso las mismas de siempre–
escalan los espacios
vacíos del modular.
Acariciadas en el tufo
vicioso de octubre
las masas aceitadas
siguen sangrando
réquiems de espasmos.
Se enredan,
como gorgojos en fideos,
en sudores orgiásticos,
y se arrastran las manos
por las carnes
desiertas de piel y de
género,
abiertos los poros
y cosidas las venas con
vientres que se aplastan
que se tuercen
que se espejan
que se apilan cerca.