Les
comparto unos poquísimos pero maravillosos fragmentos de Una
conversación infinita. Notas sobre poesía (Ediciones del Dock, 2016),
de Rafael Felipe Oteriño (La Plata, 1945), un libro que él mismo me regaló hace
unos años y que, de un tiempo a esta parte, se ha convertido en una especie de
guía poética verdaderamente reveladora. ¡Feliz día, poesía!
I
Si
la poesía se escribe en frío o en caliente es motivo de larga discusión. Si sus
contenidos son donaciones del precipitado verbal denominado inspiración o
frutos de la tenacidad del autor, abre un debate alimentado por argumentos
válidos tanto de un lado como del otro. Si esos contenidos se expresan mediante
las formas sensibles de una realidad verificable o a través de un paisaje
mental activado por los resortes de la imaginación, tampoco tiene una respuesta
concluyente. Escribir poesía es una práctica totalizadora cuya principal virtud
es la de no cerrar el camino a ninguna experiencia. (…)
II
La
poesía está primordialmente sostenida por la emoción, emoción que se produce
por la irrupción de una imagen que busca asiento en las palabras, palabras que
son portadoras, antes que de un significado, de una temperatura especial. Y
todo esto ocurre de manera mágica: como en una danza en la que los pasos
parecen avanzar con olvido de quien los gobierna. Si fueran a preguntarme por
qué escribo, no dudaría en responder con Dylan Thomas: porque me gustan las
palabras como signo, como sentido, como sonido; «sentir que ahí están ellas,
hechas de blanco y de negro, pero que de su propio ser surgen el amor, el
terror, la piedad, el dolor, la admiración, todo eso que hace grandes y
efímeras nuestras vidas». Recorrer en ellas y con ellas
la distancia que va de una ausencia a una presencia, de una falta a una
compensación, de lo no dicho a lo finalmente expresado. Un día visité el
Oráculo de Apolo, en Delfos, y observé las piletas por donde circulaban las
aguas humeantes que embriagaban a la pitonisa, las losas en que los intérpretes
dilucidaban sus palabras, y comprendí que la poesía cumple una tarea semejante
a la de esos intérpretes: traduce algo que flota denso, indiviso – y cuántas
veces hermético – y que recién se vuelve manifiesto cuando encuentra el
lenguaje que lo revela. (…)
III
Habría
que alertar al lector para que no busque en el poema lo que éste no puede dar:
recetas, conclusiones, certezas sobre cuestiones que son reacias al
encasillamiento, como el amor, los sueños o la perplejidad de estar vivos. Que
lo que busque sea el comienzo de una aventura que no habrá de llevarse a cabo
sin su intervención. Porque los poemas dicen lo que dicen, pero, al mismo
tiempo, dicen otra cosa. (…)
IV
El
horizonte del poeta está constituido por las palabras: como grafía y como
sentido, en su valor sonoro y morfológico. (…) Bachelard lo expresa de un modo
hipnótico: «Soy un soñador de palabras, un soñador de palabras escritas. Creo
leer. Una palabra me detiene. Dejo la página. Las sílabas de la palabra
empiezan a agitarse. Los acentos tónicos se invierten. La palabra abandona su
sentido como una sobrecarga demasiado pesada que impide su soñar. Las palabras
toman entonces otros significados, como si tuvieran el derecho de ser jóvenes.
Y las palabras van, entre las espesuras del vocabulario, buscando nuevas, malas
compañías». (…)
V
¿Qué
dice la poesía? La poesía es la historia de una decepción (Mallarmé le
llama impotencia), pero es, asimismo, la historia de una conquista.
Porque imposibilitado el poeta de hacer suyo el lenguaje de las cosas – el
discurrir del río, la fronda cambiante de los árboles, la llamarada de su
propia conciencia – hace poesía: realiza una cosa distinta de lo que ve, de lo
que oye y de lo que siente. Hace un objeto de palabras que no las refleja ni
las repite: las recrea, que es su modo de hacerlas visibles. (…)
VI
¿Para
qué la poesía? Podría comenzar diciendo: para que el silencio responda, para
que la muerte no tenga la última palabra (…). Lo cierto es que la pregunta
plantea todo un estado de cosas. En primer lugar, el de la inactualidad de la
poesía. Porque nadie se pregunta «¿para qué las heladeras?». «¿para qué los
aviones?». La noción «heladera» o «avión» están unidas a su función y
satisfacen de manera instantánea la comprensión de la figura. En cambio, la
pregunta por la poesía abre un abanico de respuestas. Habrá quienes la verán
como un pasatiempo para ociosos, cable a tierra, tarea de iniciados, secta
secreta o club privado; otros, mejor intencionados, hablarán de comunicación,
modo de conocimiento, arte, escuela espiritual. Ello pone en claro que la
función de la poesía es, por lo menos, difusa. Formular la pregunta no es,
pues, un asunto menor. Sobre todo, porque, contra todas las apariencias,
estamos los que creemos que la poesía todavía tiene algo que decir. (…)
VII
La
poesía cumple la finalidad ética de restablecer la noción de persona (…)
¿Cómo lo hace? Oponiendo la temperatura del sentido a la negación y al absurdo,
mediando entre los hechos y los hombres, entre la persona privada y la pública,
entre la vehemencia de las cosas por ser y la impotencia del lenguaje al
nombrarlas, entre las ideas generales y el simple dolor humano. Abierta al
misterio, la poesía lo expone en su condición misma de misterio. Este es su
arte. Memoria, contramemoria, réplica o antídoto, visión o encantamiento, que
proyecta un haz de luz sobre todo aquello que de misterioso, oculto y callado
hay en nuestras vidas.
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Rafael Felipe Oteriño (La Plata, Buenos Aires, 1945). Escritor, docente, abogado. Desde 2014 es miembro de la Academia Argentina de Letras. Entre su prolífica obra se encuentran: Altas lluvias (1966), Campo visual (1976), Rara materia (1980), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El orden de las olas (2000), Todas las mañanas (2010); Y el mundo está ahí (2019). Fue traducido al italiano, al inglés y al catalán. Recibió los premios Fondo Nacional de las Artes (1967), Alfonsina (1984), Konex (1989) y Esteban Echeverría (2007), entre otras numerosas condecoraciones.