mayo 19, 2014

★al que madruga*



Te levantaste.
Fuiste a comprar cigarros
aunque sabés que no te los vas a fumar.
Desfondaste los cajones de la cómoda
buscando qué ponerle al cuerpo.
Pasaste lista.

Te levantaste y notaste que,
para la gloria de males,
estabas al revés,
como uno de esos relojes antiguos
que solían traer todos los números y el segundero manco.

Lo mismo que la estrellita diurna
preferiste no andar ventilando el cuerpo por las alturas
(por esto de la superstición dramatúrgica
del amarillo en escena)
y te viste en la obligación
de insistirle al olmo
con lo de las peras.

Te levantaste.
Desayunaste algunas malas noticias y
te descubriste.
Te levantaste y te arrugaste los dientes.
Con la pasta bucal que te venía sobrando
pensaste en la poesía oculta
que desprenden
las cortinas de seda oscura rozando el suelo.
Lo pensaste
pero sin haberte tomado la molestia
de romper a letras el verso anterior.
Lo pensaste, sobre todo porque la tierra,
en este lado del cosmos grasiento,
no es ni roja ni amarronada. Es blanca.
Y lo blanco hace mal a los ojos pero bien al alma, dicen.
Por eso las mujeres se casan de blanco.
Lo oscuro del asunto es que
la gente
se inquieta excesivamente de lo que no es blanco.
De las mujeres que no se casan de blanco.
De las mujeres que no se casan.
De las mujeres que no se podían casar.

En eso estabas cuando te levantaste.
Los ruiseñores que se salvaron de la fiebre Harper
confiscaron la valla cuartelera
y Martín pescador te dejó pasar.

Te levantaste.
Dejaste el grifo entreabierto
chorreando escalas de grises,
le preguntaste a un daltónico si el verde ocre sería capaz de favorecerte
y encuadernaste las cenizas del cigarro consumido

que habías dejado prendido sobre un cajón de la cómoda.




*en Las uñas sucias y otras poesías, 2013.