Los tobillos y los codos se me pegaban siempre al techo, y
quedaban siempre amurados, impresos a los rebordes cuasi revocados de la
habitación, un poco imantados, un poco subordinados al aluminio inestable del
cielo raso. Hacía siempre frío, un frío que arruinaba las ropas, los vicios,
los recuerdos y los olvidos, las extrañezas y los
rostros, las indulgencias y las condenas. Todos los nombres que le
inventaba quedaban siempre imposibles, escépticos, invisibles y sordos, como
las auras, las desconfianzas entorpecidas y las respiraciones de los peces. Le
preguntaba siempre a cada pasaje remarcado de qué bulto de páginas quemadas
había salido, de qué ataúd, de qué país de maravillas, de qué septiembre.
Alguna mañana de esas, la escarcha incinerada que nos dejaron en la puerta nos
arrancó a tirones los últimos caprichos, las últimas cenizas de aquella neurósis
mística. Sólo fue capaz de conservar intactos los viajes al infierno en
aerostático que nos quedaron incompletos. Y yo sólo pude callarme las manos.
Con los codos y los tobillos ensanchados, me vine a esconder en los costados
evidentes de otros nombres, en otras geografías, en otras abreviaciones
típicas. Y bifurqué los fríos. Me arrodillé en los fuegos. Les prometí la
tierra a los edenes simulados que llevábamos puestos, y me caí retorcida en uno
de los márgenes, me derramé en el reborde siempre fingido de nuestros
purgatorios, en el lenguaje acobardado de nuestras omisiones; ahí, donde la
nieve termina y empieza el agua.
De entre los ruidos©, 2015.