febrero 14, 2014

★istmo



Los tobillos y los codos se me pegaban siempre al techo, y quedaban siempre amurados, impresos a los rebordes cuasi revocados de la habitación, un poco imantados, un poco subordinados al aluminio inestable del cielo raso. Hacía siempre frío, un frío que arruinaba las ropas, los vicios, los recuerdos y los olvidos,  las extrañezas y los rostros,  las indulgencias y las condenas. Todos los nombres que le inventaba quedaban siempre imposibles, escépticos, invisibles y sordos, como las auras, las desconfianzas entorpecidas y las respiraciones de los peces. Le preguntaba siempre a cada pasaje remarcado de qué bulto de páginas quemadas había salido, de qué ataúd, de qué país de maravillas, de qué septiembre. Alguna mañana de esas, la escarcha incinerada que nos dejaron en la puerta nos arrancó a tirones los últimos caprichos, las últimas cenizas de aquella neurósis mística. Sólo fue capaz de conservar intactos los viajes al infierno en aerostático que nos quedaron incompletos. Y yo sólo pude callarme las manos. Con los codos y los tobillos ensanchados, me vine a esconder en los costados evidentes de otros nombres, en otras geografías, en otras abreviaciones típicas. Y bifurqué los fríos. Me arrodillé en los fuegos. Les prometí la tierra a los edenes simulados que llevábamos puestos, y me caí retorcida en uno de los márgenes, me derramé en el reborde siempre fingido de nuestros purgatorios, en el lenguaje acobardado de nuestras omisiones; ahí, donde la nieve termina y empieza el agua. 



De entre los ruidos©, 2015.