Falta poco para
encontrarme, ya sé. No sé adónde me habré ido pero es cierto que no estoy. Por
estas horas, mientras en esta ciudad se duerme y en otras mitades del orbe se
lee en búlgaro, aparezco en el medio de una calle, desnuda de zapatos y de
cajas mágicas, profanándole las bóvedas a mi propia existencia, sondeándome los
pasados perfectos por las páginas en blanco de los diarios íntimos (¿públicos?)
de otros usuarios en línea.
Falta poco para que me
empiece a quedar muda, ya sé. Muda de voces que me vayan dictando a golpes qué
es lo que se debe hacer, lo que se debe creer, lo que se debe dejar de sentir.
Muda de abecedarios y de lengua de señas.
Resultó que en ninguno de
esos diarios íntimos/públicos me han puesto. No sé entonces adónde me habrán
dejado, en cuál de mis cumpleaños me habré olvidado de pedir los deseos - o
habré pensado en aquella secuencia efímera que ya lo tenía todo como para andar
desperdiciándolos. No sé en qué papeles no retornables habrán anotado mi nombre
(Sí. Yo también tengo uno y también es de tres sílabas).
Ahora es cuando me
empieza a parecer que ya no falta tanto ni tan poco como hace nueve decenios, y
que puede haber margen de errores en esto de aprehenderse todo lo que el cosmos
va dejando caer mientras anda. Tarde o temprano uno se termina interponiendo
siempre entre un espejo y otro. A lo mejor hasta se puede llegar a discutir esa
ingenuidad con que se avanza, con que se cruza un hombre de vereda como si por
ese lado del relato fuera a llover menos. A lo mejor dure este momento lo que
duran las tardes en los solsticios. Y lo mejor en eso que me estoy buscando, me
llego a alcanzar, me suspendo los cataclismos y me vuelvo a inventar.
