Había otro perfume que
el mar repetía,
otro portal de balneario
desnudo, otro Santo,
salpicado de sal
atlántica y de médanos inflados.
Había otro tarareo de
armónica
pernoctando en la
orilla,
que prometía epopeyas,
apadrinaba edificios y amontonaba febreros
–confundidos a veces con la efervescencia náutica
en el vaivén de un
muelle
o en el danzar derretido
de las matas bosquejadas que forman los tamariscos–
Había otro suelo calado
de aguas de Gruta,
castillos de arena
ilesos,
supervivientes épicos de
sudestadas y de Fiestas Nacionales.
Había otro perfume a
playa aceitunada,
otra vereda crecida,
otro costal de almejas que el mar cuchicheaba.
Había otro barco
amodorrado fantaseando corvinas rubias,
y otro poco de olores
con viento norte.
Había otro recuerdo
urgente,
otro virar en pausa de
intrusos conocidos que juntan hojas de pino,
de carpas y parasoles
que suspiran fuego,
de pasajeros perdidos
que vuelven a casa.