Los tobillos y los codos se me pegaban siempre al techo, y quedaban siempre
amurados, impresos a los rebordes cuasi revocados de la habitación, un poco
imantados, un poco subordinados al aluminio inestable del cielo raso. Hacía
siempre frío, un frío que arruinaba las ropas, los vicios, los recuerdos y los olvidos,
las extrañezas y los rostros, las indulgencias y las condenas. Todos los
nombres que le inventaba quedaban siempre imposibles, escépticos, invisibles y
sordos, como las auras, las desconfianzas entorpecidas y las respiraciones de
los peces. Le preguntaba siempre a cada pasaje remarcado de qué bulto de
páginas quemadas había salido, de qué país de maravillas, de qué
septiembre. Alguna mañana de esas, la escarcha incinerada que nos dejaron en la
puerta nos arrancó a tirones los últimos caprichos, las últimas cenizas de aquella
neurosis mística. Sólo fue capaz de conservar intactos los viajes al infierno
en aerostático que nos quedaron incompletos. Y yo sólo pude callarme las manos.
Con los codos y los tobillos ensanchados, me vine a esconder en los costados más evidentes de otros nombres, en otras geografías, en otras abreviaciones
típicas. Y bifurqué los fríos. Me arrodillé en los fuegos. Les prometí la
tierra a los edenes simulados que llevábamos puestos, y me caí retorcida en uno
de los márgenes, me derramé en el reborde siempre fingido de nuestros
purgatorios, en el lenguaje acobardado de nuestras omisiones; ahí, donde la
nieve termina y empieza el agua.
febrero 14, 2014
★ISTMO
Inédito, 2014.