Ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle
el agua a las macetas.
El centelleo del flash le hizo perder el
equilibrio
(le hizo perder el hilo de los
desperdicios de lo ya extinto).
En el apuro de disimularse los silencios,
se puso a testificar con el sudor de las
manos,
a acariciar con los ojos las omisiones
apretadas de las patas de la mesa
y a mentir
con la violencia sobreentendida de la
espalda
y de la corvadura del andar.
Ya en el fuego pegajoso de la cabina,
alguien le hundió unas preguntas en el
estómago,
o en la parte más pastosa del nudo de la
corbata.
Cuando fue a decir algo no pudo.
Se contuvo toda la frase
como se contienen los esfínteres
y las ganas de toser.
La arena arrugada de los lentes le hacía
perder también la voz,
y no podía dejar de pensar
en la sed que deberían estar teniendo los
helechos
a esa hora de la tarde.