a Juan*
Dando vueltas por otro
infierno frígido te tropecé.
Ibas juntando vicios,
como un Dante que se
imprime en las caderas los círculos
para enumerar las
órbitas que tienen los caprichos.
La urgencia de nacer –los dos sabíamos– te había venido repetida
y te rasgaste en
mitades;
fuiste un prójimo
duplicado que compartió las aguas previas
y las tripas externas
de la concepción.
Pero ya andabas solo.
Las malas compañías no
habían querido irrumpirte.
No habían querido
seguirte, ni llorarte.
Y existías así tan
último
tan ajustado al orbe,
tan kaos.
Ni la corbata ni la
camisa te podían tocar el pecho
porque el vaivén de la
censura,
así como el Zoo rústico
y el mal dormir,
te habían envuelto en llamas
y los hedores urbanos que hacían supurar los aires
se habían girado el olfato para atufarse:
ahora eran
mares sumisos, confitados y con sabor a fresias.
Con sólo vernos,
–en ese instante todo, donde el fuego nos iba masticando el fondo–
entendimos que a
nuestros cuerpos
les iba a faltar siempre
ese rock de radio,
les iba a escasear el hambre de calma
y de sexo opuesto,
les iba a insultar la
gula teórica, el cinismo legítimo,
los micrófonos mudos
y las páginas en blanco.
Y entonces me dije
que si alguna vez
volvías del fuego
ibas a ser uno, ibas a
ser brasa tántrica,
la burla clandestina de
los estatutos y los otros sapiens.
Y que, si alguna vez
volteabas,
ibas a ver los espejos,
y nos ibas a descubrir
de nuevo rotos,
harapientos,
unidos y dominados.
Inédito, 2013.